La biografía de Javier Pérez de Albéniz está llena de aventuras variadas. Ha recorrido medio planeta trabajando como periodista para El PAÍS, El Mundo, Soitu.es, TVE o RNE, escribiendo libros de viajes o por el simple gusto de explorar países o naturalezas remotas. Ha escrito decenas de artículos sobre televisión o música y en 1986 publicó la primera biografía en español de Bruce Springsteen. También es columnista y su blog El descodificador es referente en la blogosfera española. En 2015 la historia dio un giro de guion. “Comienzas una nueva vida”, le dijeron los médicos tras comunicarle que padecía párkinson. Tenía 55 años y se le presentó así una nueva e inesperada peripecia. O más bien dos que parecen opuestas: la de afrontar una enfermedad que ralentiza los movimientos y la de practicar un deporte tan vertiginoso como el pimpón. Las dos a la vez, aunque suene paradójico.
Hay muchas cosas paradójicas y sorprendentes en esta historia. Las detalla el propio protagonista en Los reveses, recién publicado por Libros del K.O., donde relata con bastante humor y cierta retranca cómo pasó de ser un periodista andarín a tener los dedos de los pies encogidos “como las raíces de un olivo tratando de agarrar una roca” y convertirse pese a ello en subcampeón del mundo de pimpón para jugadores con párkinson en 2021. Ojo, esto no es un libro de autoayuda. Ni terapéutico. Ni de superación personal. Ni un manual de instrucciones para sobrellevar una enfermedad “muy puñetera” o hacer de la adversidad una oportunidad. “No quiero encontrar en el párkinson respuestas a los grandes interrogantes de la vida. No quiero que me ayude a abordar mi realidad desde una perspectiva más certera y humana. Lo único que faltaba es que la enfermedad pretendiese otorgarse propiedades inspiradoras capaces de facilitarme el conocimiento interior”, escribe como advertencia. Es más bien un libro de viajes cuyo narrador va descubriendo de manera paralela dos mundos ignotos en los que suceden cosas extrañísimas y están habitados por médicos, investigadores, pacientes, familias amorosas y variopintos jugadores de pimpón dopados hasta las trancas.
“A los periodistas nos gusta contar historias. Esta me pareció muy buena y da la casualidad de que la tenía muy cerca. Si le sirve a alguien, fenomenal. A mí el pimpón me ha ido de maravilla y creo que debería fomentarse más en España como terapia en casos de párkinson. Yo me lo encontré de casualidad, pero en otros países se usa bastante”, explica Pérez de Albéniz en una cafetería del centro de Madrid, ciudad donde nació y vivió hasta que hace 18 años se hartó de la vida urbana y se mudó con su mujer y su niña a una casa en medio del campo en el municipio toledano de Talavera de la Reina. Y tan felices los tres desde entonces.
Otra cosa chocante es que no le tiemblan las manos. “Ese es el gran estigma del párkinson. Lo que te señala socialmente. Pero cada enfermo es un mundo. Unos duermen mejor, otros peor. Algunos comen bien, otros mal. Unos están estreñidos, a otros les duele la cabeza. Y los temblores pueden aparecer desde el principio o nunca. A mí de momento no me han llegado”, comenta. En cambio, tiene otro síntoma habitual pero más desconocido: la letra pequeña. La suya es liliputiense. Tan diminuta que tiene que escribir todo en mayúsculas porque las minúsculas no las entendería. Pero lo que de verdad asombra es la precisión de los trazos y lo rectas que le salen las líneas. Al verlas tan perfectas y pensar también en la paradoja párkinson-pimpón vienen a la memoria algunas de aquellas historias de pacientes que relataba el neurólogo Oliver Sacks en su célebre libro Un antropólogo en Marte (Anagrama). Como la del cirujano que tenía síndrome de Tourette y solo podía controlar sus tics estrambóticos cuando estaba operando o pilotando su aeroplano.
“¡Misterios del cerebro!”, exclama con resignación Pérez de Albéniz. “Fíjate lo que me pasa también: al andar por lugares estrechos como un pasillo o intentar cruzar una puerta se me bloquean los pies. Me quedo clavado. Tengo que dar pasos hacia atrás o saltitos ridículos para moverme. Cada uno se busca sus trucos. En un campeonato conocí a un jugador que caminaba dando una patada en cada paso a una pelota de tenis que llevaba colgada como si fuera un yoyó. ¡Alucinante!”, recuerda.
Habla del pimpón con pasión. “A mí me ha salvado la vida. Es bueno físicamente, pero también psicológicamente. Porque te obliga a salir de casa, socializar, hablar con otra gente. Muchos días me los paso esperando a que llegue la hora del entrenamiento a las siete de la tarde. Y controlando la medicación para que no me dé un bajón justo en ese momento”, cuenta. Y el principal beneficio: “No hay tiempo para pensar mientras juegas. Tienes que concentrarte en la bola. Esos ratos siento que vuelvo a ser el de antes. Voy al entrenamiento, me muevo, me tomo una cerveza después con los compañeros. La vida que hacía antes. Eso no hay medicina que lo consiga. Ha sido fundamental para levantarme el ánimo en los momentos más duros. Y mi familia, claro. Mi mujer y mi hija. Si hubiera estado solo, no sé cómo habría llevado esto. A lo largo del día tengo ratos en los que me agarroto y no me puedo mover”, comenta.
Del pimpón también le maravilla su carácter popular y democrático. Lo mismo se juega en billares, piscinas, parques o clubes parroquiales que en gimnasios y polideportivos. “Es barato. Solo hace falta una mesa, dos palas y una bola. Si no pretendes entrar en la alta competición, no requiere una forma física brutal. Haces ejercicio casi sin darte cuenta y es divertido, algo que para mí es muy importante. Nadar, correr… me aburre”, confiesa. A eso hay que añadir la fascinante variedad de personajes que congrega. En su club de Talavera de la Reina hay un poco de todo. Enumera: “Un chico que trabaja de seguridad en unos almacenes chinos y que juega muy bien, un maestro de escuela, un camionero, un fisioterapeuta, un cartero, un periodista”. ¿A qué periodista no se le haría la boca agua? Y luego está lo que te encuentras en los campeonatos. Y en los mundiales específicos para jugadores con párkinson. “Todos de alguna manera doblados, agarrotados, torcidos, doloridos, desmadejados, acalambrados, quejicosos, dislocados, entumecidos o paralizados. Un ejército de jugadores desarrapados dispuestos a dar guerra a los rivales”, escribe en Los reveses. Pura épica.
Pérez de Albéniz ha participado ya unas cuantas competiciones nacionales de pimpón y en los dos últimos mundiales para jugadores con párkinson. En Berlín 2021 fue subcampeón de su grupo y el año pasado en Pula (Croacia) quedó tercero. A pesar de sus éxitos, sigue fiel al club de Talavera de la Reina.
¿Qué echa más de menos de su vida antes del párkinson? ¿Tal vez el periodismo? ¿Los conciertos? “Qué va. Hacía tiempo que yo me había desentendido ya del periodismo. De hecho, de alguna manera escapaba de él cuando huimos al campo. Ir a ocho conciertos a la semana puede ser divertido un tiempo, pero acaba quemando. Preferí dedicarme a otras cosas, mis libros de viajes, mis columnas. No me ha ido mal. ¡Y sigo yendo a conciertos! Pero ahora los selecciono”, responde. “Lo que sí echo de verdad de menos es andar. Yo no tengo carné de conducir y he andado muchísimo toda mi vida. Todavía lo hago, pero no todo lo que quisiera. Me levanto, desayuno y me voy a dar una vuelta. Por lo demás, hace tiempo que llevo una vida muy tranquila en el campo. Hombre, me gustaría estar mejor, poder ayudar más en casa, montar a caballo. Pero siempre me he conformado con poco”. Como escribe en Los reveses, el pimpón es incompatible con la nostalgia.
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