Boris Johnson hubiera preferido este miércoles, en contra de su instinto natural, no ser el centro de atención. El político británico con más dominio de la escena de las últimas décadas ha sido incapaz de disimular su irritación a medida que los siete parlamentarios que componen el Comité de Privilegios de la Cámara de los Comunes lo acorralaban con su interrogatorio. Su misión era determinar si el ex primer ministro ocultó al Parlamento, “deliberadamente o de un modo temerario”, la verdad sobre las fiestas prohibidas en Downing Street durante el confinamiento.
“Estoy aquí para decirles, con la mano en el corazón, que no mentí a la Cámara [de los Comunes]. Cuando realicé esas declaraciones, lo hice de buena fe, y sobre la base de lo que honestamente conocía y creía durante ese tiempo”, ha asegurado Johnson antes de jurar ante “Dios Todopoderoso”, con la mano en la Biblia, que estaba dispuesto a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad ante el comité.
Pero la verdad, en manos de Johnson, adquiere una asombrosa elasticidad. Y el relato que sobre esos aciagos días se ha contado a sí mismo choca frontalmente con la percepción de los ciudadanos británicos respecto al escándalo del partygate. Johnson ha narrado el intenso trabajo que él y su equipo afrontaban en esa época, y ha asegurado a los miembros del comité que intentaron en todo momento cumplir con las normas de distanciamiento social impuestas durante la pandemia, a pesar de que el número 10 de Downing Street es “una residencia estrecha y apretada del siglo XVIII”.
Johnson ha utilizado una doble estrategia que solo ha funcionado a medias. Su comparecencia ha sido retransmitida en directo por las televisiones británicas. Tres horas de purgatorio en las que el político era consciente de que se jugaba su futuro. Si el comité decidiera suspenderle de su puesto de diputado durante diez o más días, perdería su escaño con casi total seguridad. Se activaría un proceso de reemplazo de candidato en su circunscripción electoral.
Por una parte, el ex primer ministro ha querido ridiculizar la idea de que los eventos reflejados en las fotografías que publicaron los medios eran propiamente una fiesta. “Sé que la opinión pública se ha llevado la idea de que eran fotos obtenidas de modo oculto, obtenidas por la prensa y siniestramente pixeladas. La mayoría de ellas, sin embargo, las tomó el fotógrafo oficial de Downing Street”, explicaba Johnson, que admitía aun así que podían dar la impresión de que estaban “haciendo algo que el resto de ciudadanos no podían hacer”.
Ante un comité que en ocasiones no daba crédito de sus palabras, pero que tampoco ha sido capaz de sonsacar a Johnson una clara declaración autoinculpatoria, el ex primer ministro justificaba las mesas llenas de bebidas en la necesidad de “mantener firme el rumbo de la nave” y dar ánimo al equipo cada vez que se daba una pequeña fiesta de despedida a alguien. “Si en aquellas ruedas de prensa en las que el cartel de su atril decía ‘manos, cara, espacio’ [lavarse las manos, usar mascarilla, mantener distancia social] le hubieran preguntado si las empresas podían saltarse las normas de distanciamiento para hacer fiestas de despedida, ¿qué hubiera dicho?”, preguntaba al ex primer ministro el diputado conservador Bernard Jenkin. “Si no se podían cumplir las recomendaciones de un modo perfecto, tenían derecho a las atenuantes. Eso decían las recomendaciones, y nosotros tuvimos, de hecho, muchas atenuantes”, respondía Johnson.
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Recomendaciones “endebles” de los asesores
Johnson comenzaba a perder el hilo de su razonamiento, y la paciencia, cuando los diputados cuestionaban su principal línea de defensa. Una y otra vez, les había dicho, sus asesores le “aseguraron” que se estaban cumpliendo en Downing Street las recomendaciones impartidas durante el confinamiento. Esas recomendaciones, había sugerido la presidenta del comité, la laborista Harriet Harman, resultaban “un poco endebles” como línea de defensa. “Si voy a 160 kilómetros por hora, y el velocímetro dice que voy a 160 kilómetros por hora, sería un poco raro defenderse asegurando que ‘alguien me dijo que no era esa la velocidad’, ¿no?”, ha reprochado Harman a Johnson.
Curiosamente, no era la presidenta del comité, a la que el ex primer ministro ha acusado de parcial por los tuits que publicó en su contra al principio de la investigación, la que lograba sacar de sus casillas a Johnson. El conservador Jenkin sacaba a la luz el aparente sinsentido de las explicaciones de su compañero de partido: “Si yo fuera acusado de violar la ley y tuviera que negarlo en la Cámara de los Comunes, buscaría el consejo de un abogado. Buscaría el consejo de alguien competente e independiente”, le echaba en cara a Johnson, ante la insistencia del ex primer ministro de que le bastaba con lo que le decían sus asesores políticos. “Todo esto es una tontería. Una completa tontería. Consulté a las personas más relevantes, y todas ellas ocupaban puestos altos”, contestaba Johnson visiblemente irritado.
Sin embargo, el político ha intentado poner cierta distancia entre él mismo y todos sus aliados que, en los días previos a la comparecencia, habían definido el comité como un tribunal amañado (kangaroo court, en la expresión inglesa). El cuestionamiento del Comité de Privilegios ha irritado al speaker (presidente) de la Cámara de los Comunes, Lindsay Hoyle, y a muchos diputados. También conservadores. Alberto Costa (escocés, de padres italianos) y Charles Walker, dos de los cuatro tories que forman parte del comité, reclamaban a Johnson que se desmarcara de esas afirmaciones que restaban legitimidad al organismo parlamentario. “Nadie debería intimidar o presionar a un colega”, se limitaba a señalar el ex primer ministro, que afirmaba, sin embargo, que la “legitimidad de este comité la juzgará la ciudadanía por sí misma, de acuerdo con las pruebas que sea capaz de aportar”. Hasta el último minuto, Johnson ha insistido en que no existía la menor prueba de que hubiera mentido de modo deliberado al Parlamento sobre el partygate.
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