Fin de la saga de una de las leyes europeas más politizadas e instrumentalizadas de los últimos años: los ministros de Medio Ambiente de la UE han dado este lunes en Luxemburgo el visto bueno final a la Ley de Restauración de la Naturaleza (LRN). La normativa, que busca recuperar la deteriorada biodiversidad europea, se había convertido en el chivo expiatorio —hay quienes incluso la han llamado una ley “mártir”— de la gran polarización que vive una UE donde el miedo al avance de la extrema derecha ha hecho a muchos países (y al principal partido en la Eurocámara, el Partido Popular Europeo, PPE) recular en sus compromisos para luchar contra el cambio climático, sobre todo tras las protestas agrícolas de este año.
El “atasco” de la normativa, como lo ha definido el comisario de Medio Ambiente, Virginijus Sinkevicius, al comienzo del Consejo de Medio Ambiente en Luxemburgo, se estaba también convirtiendo en un problema grave de “credibilidad” de las instituciones europeas. La marcha atrás de un acuerdo cuando ya había sido negociado (y aprobado por la Eurocámara) “socava todos los acuerdos institucionales de la Unión”, advirtió durante el debate inicial el ministro irlandés Eamon Ryan. “Por una simple cuestión de confianza, tenemos que adoptar hoy la legislación”, subrayó poco después de que la vicepresidenta tercera y ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, también incidiera en la necesidad de proteger los procesos institucionales: “Si lo que acordamos no nos gusta y lo volvemos a reabrir, no somos confiables”, resumió la española nada más llegar al centro de convenciones donde se reúnen los ministros.
Tras meses de giros dramáticos y marchas atrás — Ribera ha hablado de una “película de terror”—, los países han ratificado la normativa, que busca restaurar para 2030 el 20% de las zonas terrestres y marinas de la UE, donde el 81% de los hábitats terrestres y acuíferos están en mal estado. De este modo, se ha logrado, en el último minuto, la mayoría cualificada (el 55% de los Estados miembros debe votar a favor y los Estados miembros favorables a la propuesta deben representar al menos el 65% de la población total de la UE) que se requería.
Voto decisivo de Austria
Muestra de la dificultad de este expediente ha sido lo dramático del giro que ha permitido la votación de este lunes: el voto decisivo ha sido el de Austria que, tras mantener su no a la ley durante meses, obligada porque los Estados austriacos la rechazaban de forma unánime (lo que obligaba al Gobierno a votar no), el domingo dio la sorpresa al anunciar en rueda de prensa en Viena su ministra de Medio Ambiente, la ecologista Leonore Gewessler, que el país votaría finalmente sí en caso de que la presidencia belga de turno de la UE sometiera a voto la ley, algo que había estado retrasando por la falta de apoyos suficientes. El argumento de la ministra verde, que ha sido muy cuestionado por el conservador ÖVP, principal socio de la coalición de gobierno, es que el cambio de postura del Estado de Viena aceptando finalmente la LRN, hace que se rompa la unanimidad de los Estados austriacos que impedía al Gobierno federal tomar una posición contraria.
Gewessler ha mantenido su apoyo a la normativa a su llegada a Luxemburgo, pese a que el canciller austriaco, el conservador Karl Nehammer, escribió la pasada noche al Gobierno del liberal belga Alexander De Croo para detener la votación, amenazando con llevar la ley al Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) si la normativa era aprobada. La decisión de la ministra también ha sido muy criticada por el partido ultra austriaco FPÖ, que por primera vez logró imponerse en toda Austria en las elecciones europeas de la semana pasada.
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La dificultad de lograr este voto a favor es un símbolo, coinciden fuentes diplomáticas, de muchas de las disfuncionalidades que ha mostrado recientemente la UE. Porque los bandazos negociadores que ha dado la LRN el último año, pero sobre todo los últimos meses, se han convertido en una advertencia de todo lo que puede ir mal (y probablemente lo hará) en un nuevo quinquenio con un mayor peso de las derechas más extremas, euroescépticas y negacionistas del cambio climático, tanto en el Parlamento Europeo como en varias capitales, quizás incluso en París tras las elecciones legislativas del 7 de julio donde el Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen tiene grandes posibilidades de llegar por primera vez al poder.
No se trata ya solo de un previsible fuerte retroceso de la agenda verde en momentos en que el planeta está dando señales cada vez más claras de que está llegando a su límite y que incluso ya empieza a ser tarde para actuar. El problema es también estructural: esta ley ha puesto en evidencia la fragilidad del sistema negociador de la propia UE, de los acuerdos (tanto los puestos por escrito como los tácitos) que han permitido hasta ahora funcionar al difícil engranaje de una miríada de países europeos todos, sí, pero con pasados y visiones de futuro, y de cómo llegar a ese futuro, a menudo muy divergentes. Varias leyes de la agenda verde ya han roto todas las convenciones en los últimos años: la fiabilidad de los Estados a la hora de negociar estaba ya a la baja por la marcha atrás que han dado varios gobiernos, que exigieron cambios a los textos ya acordados con el Parlamento durante el proceso de ratificación de varias normativas medioambientales, desde la prohibición de la venta de coches de combustión a partir de 2035 a la directiva de diligencia debida, que exige a grandes empresas un mayor respeto de derechos humanos y medioambientales.
Pero con la LRN el pulso ha sido más extremo aún, puesto que, pese a haber sido ya muy rebajada durante las negociaciones, varios Estados intentaron que fuera renegociada incluso cuando ya había sido ratificada por la Eurocámara, algo insólito al menos en los últimos años.
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